En Entrecantos la Navidad no se celebra, se estrena. Todo empezó con los villancicos del coro, que este año se atrevieron hasta con uno en alemán. Nadie entendió la letra, pero todos aplaudieron igual, sobre todo cuando alguien improvisó un “jingle bells” que no venía a cuento pero animó la cosa.
Mari Paz y Lujba habían convertido la mesa en una postal. Los manteles parecían recién salidos de una revista —aunque alguien sospechó que había más plancha que en una lavandería industrial—. El vino corría alegre y la comida, preparada por nuestras queridas cocineras, rozaba la perfección navideña: abundante, sabrosa y con segundas raciones por sistema.
El décimo de lotería volvió a ser fiel a su tradición: nada. Pero lo compensamos con creces con la alegría y la amistad, que son premios más duraderos (aunque no paguen el jamón).
La sobremesa fue de antología: turrones, el brandy de Juan —“solo un chupito”, dijo él, mientras llenaba hasta el borde— y el juego de Paloma, “Quién es quién”, con fotos de todos cuando éramos pequeños. Las carcajadas retumbaron cuando aparecieron los niños disfrazados de marineros, las niñas con atuendos imposibles y aquel bebé, tan desnudito que nadie se atrevía a reclamarlo. “Ese… ¿no será el propio Juan?”, preguntó alguien, y hubo quien juró ver parecido en las orejas.
Y cuando ya parecía imposible añadir más magia, Cristina nos llevó por su exposición de belenes del mundo. Fue el broche perfecto: un viaje alrededor del planeta sin salir del salón, con la emoción de sentirse parte de algo bonito, cálido y, sobre todo, muy nuestro.
En Entrecantos, aquel día, no tocó la lotería, pero por suerte ya nos había tocado vivir allí.





